El Interfono
Un cuento de Navidad
Cuantos más villancicos escuchaba más melancólica se
sentía. Llevaba días sin que la sonrisa, tan habitual en ella, apareciese en su
cara. Dormía mal y los recuerdos de tiempos pasados se acumulaban en su cabeza.
Todos la felicitaban por la Navidad y ella sentía que en realidad nada había a
su alrededor que la hiciese feliz. Echada en el sofá, abatida, intentaba
recuperar el ánimo para las fechas que se aproximaban.
Siendo niña, su padre era para ella el verdadero espíritu
de la Navidad. Adornaba la casa y componía un precioso y poblado belén; además, él
compraba el pavo y los turrones. El día de la lotería, el primero de sus
vacaciones del colegio, él la despertaba con el flamante almanaque del TBO
sobre una bandeja, en la que traía también el cola-cao caliente y los polvorones. Ese día era gozoso para ella
porque tenía dos semanas por delante para disfrutar y había un aire especial en la familia. Esos días se quedaba hasta tarde en la cama leyendo una
y otra vez los inventos del profesor Franz de Copenhague, las aventuras de la
familia Ulises, de las hermanas Gilda y de Carpanta, que suspiraba por un pollo
asado.... Su abuelo dirigía la matanza del pavo inyectándole por el pico una
copa de coñac para atontarlo, de lo que presumía luego antes los amigos, y
enseñaba por donde exactamente había que cortarle el pescuezo. Las mujeres de
la casa pasaban luego la mañana desplumando al animal con barreños de agua
caliente, mientras la radio las animaba con las charlas de los vecinos, villancicos y las
canciones dedicadas. Ella iba de aquí para allá echando una mano donde se la
pedían.
La nochebuena cenaban todos alrededor de una gran mesa. La
sopa de picadillo, con arroz, jamón y trocitos de pollo entonaba el estómago
para prepararlo para las lonchas de carne mechada con salsa que su madre hacía tan
deliciosamente. Cuando llegaron los congelados a su pueblo, su padre cocía langostinos grandes
que, según él, venían de Groenlandia. A los postres, la bandeja de turrones,
polvorones y la tortera de cidra que cada año les regalaba Vicente, ese buen
amigo de su padre. Al acabar la mesa, se abrigaban deprisa para llegar a tiempo
a la Misa del Gallo, en la que cantaban con energía para calentarse en la
helada iglesia.
A la vuelta, su padre tocaba la zambomba y su madre la
pandereta, invitando a todos a cantar con alegría. Era una gran noche,
seguramente la mejor del año.
Al día siguiente, como un milagro, la mesa volvía a estar
puesta a la hora de comer, con jamón, espárragos blancos, más langostinos y la
ensalada del abuelo, un mojete murciano con cebolleta tierna, tomate
pelado, bonito asalmonado y aceitunas con hueso. El pavo en pepitoria hacía después
su triunfal presencia y todos comentaban que estaba más bueno que el del año
anterior y que sabía demasiado al coñac del abuelo.....
Esas habían sido sus auténticas navidades y nunca más
volverían. Ya nada era lo mismo; su padre había muerto hacía muchos años, su
madre, ya muy mayor, estaba incapacitada; sus hermanos y primos estaban lejos. Ahora,
supuestamente era ella la encargada de organizar el ambiente de las fiestas en su familia pero la acumulación
de problemas la bloqueaba. Se sentía incapaz de disfrutar y hacer disfrutar a
los suyos durante esos días. Cuando lo pensaba, se le saltaban las lágrimas y
prefería ignorar el tiempo que estaba viviendo.
Estaba en sus recuerdos cuando de pronto sonó el interfono. Extrañada
porque no esperaba a nadie, se incorporó del sofá y acudió a la llamada.
Preguntó quién era y una voz masculina le dijo:
- Arréglate y baja.
Nunca supo porqué se vistió, se peinó, tomo las llaves de
casa y bajó el ascensor como una autómata para encontrarse con el desconocido que la esperaba
abajo.
Al abrir el portal lo vio. Era él. Tenía un casco puesto en su
cabeza pero lo reconoció al instante, elegante, alto y fornido. Las piernas le
flaquearon y durante un instante se sostuvo asida al pomo de la puerta, aún sin
cerrar. Lo había llamado en silencio mil veces en su soledad y siempre pensó
que era sólo imaginación suya, que no existía en realidad, pero allí estaba,
ante ella, sobre una moto de gran cilindrada esperando que ella se montara.
Tampoco supo jamás porque no lo dudó, porqué tomó el
casco que él le ofrecía y se montó en la parte de atrás de la moto, que arrancó
con energía. No le cabía ninguna duda de que era él y se sintió extrañamente
tranquila, asida a su torso mientras se movían.
Salieron de la ciudad y enfilaron una carretera
secundaria hacia la montaña. Ella reconocía parte del camino pero, tras un
momento, comenzó un paisaje que ella nunca había visto antes. Atrás, muy atrás,
allá abajo quedaba el mar. Anduvieron un tiempo indefinido durante el cual él
no intentó hablar ni explicar hacia donde iban. Al final de la carretera
tomaron un camino de tierra entre pinos y levantando polvo llegaron finalmente
hasta un claro en el que había una cabaña de madera. Detuvo la moto, esperó que
ella se bajase y luego lo hizo él. Se quitó el casco y esperó a que ella se lo
quitase también. Allí estaban, los dos, expectantes, con los ojos muy abiertos
y un comienzo de sonrisa en sus caras.
El la besó suavemente en las mejillas y, aún sin hablar,
la tomó del brazo conduciéndola hasta la cabaña. Ella se dejó llevar sin miedo
alguno, sabiendo que nada malo podía ocurrirle y, por el contrario, sabiendo en
su interior que había deseado estar en un lugar como ese con este hombre en algún momento.
Dentro, una chimenea encendida y una mecedora ente ella; un ambiente cálido y
rojizo dominaba la única sala visible.
- Quítate el abrigo y ponte cómoda, pasaremos aquí la
Navidad.- dijo él al fin.
- ¿Aquí la Navidad? Pero…. no puede ser, tengo gente que
me espera, personas por atender, mayores que cuidar, comidas que preparar,
regalos....
- Sabes que en tu interior te has quejado de que no
vivirías nunca más el espíritu de la Navidad y ese espíritu, el verdadero, está
aquí, en esta cabaña. Aquí no tendrás pavo ni turrones ni regalos, pero estará
lo más importante. Si te quedas no sentirás nunca más la triste añoranza ni la
melancolía.
Ella se quedó callada sin saber que responder. Estaba
confusa pero algo le decía que debía dejarse llevar, intentar comprenderlo
todo, porque si de algo estaba segura era de que confiaba en aquél que la había
conducido hasta allí. Él, su imagen invisible, había sido su verdadero soporte
espiritual en los últimos tiempos, cuando el ánimo le había flaqueado en alguna
de las muchas dificultades de su vida actual.
Se quitaron las prendas de abrigo y él la condujo hasta
la mecedora. Se sentó primero y tiró de ella suavemente hasta sentarla en sus
rodillas. Colocó una pequeña manta ligera sobre sus piernas y se acomodaron, la
una sobre el otro, ante el fuego. Ella se sintió incomprensiblemente cómoda y
arropada
- Cuéntame tu navidad cuando eras niña.- le pidió él.
Sin saber porqué, ella le narró todo lo que
había estado recordando momentos
antes sobre las navidades en la casa de sus
padres, siendo una niña. El calor del hogar, los mantecados, la lotería, el
pavo, la comida familiar, los abuelos....se iba emocionando a medida que pasaba
por los episodios referidos a los seres que ya no vivían. Él la escuchaba
atentamente y en esos momentos tristes le acariciaba el pelo y le pasaba el
dorso de los dedos por la cara. Ella se dejaba hacer. Cuando pareció que había
terminado de hablar, él, mirando al fuego, dijo:
- Todo lo que me has contado se puede resumir en una
palabra: Amor. Lo que verdaderamente echas de menos es el amor que recibías de
tus padres y tus abuelos, de tus hermanos y primos, la familia entera
queriéndose. Y lo piensas bien, todo eso lo sigues teniendo. Con otro ropaje,
pero lo tienes. Tu casa es diferente, los habitantes, las comidas, los regalos,
las costumbres y hasta la música es otra, pero el fondo, el verdadero espíritu
sigue vivo.
- No estoy tan segura. No tengo tiempo ni capacidad de
amar como me amaron a mi, los problemas me agobian, la vida se ha vuelto
material y ajena a ese espíritu, me falta alma para vivir la navidad como ellos
me enseñaron. Me siento vacía de amor.
De repente, él la besó largamente impidiéndole hablar.
Ella le devolvió el beso y se dejó abrazar.
- Mira, - dijo él- el amor está, lo tienes en tu
interior, pero tienes que recargarlo cada vez que sientas que se agota, porque
la vida diaria lo desgasta, lo oculta entre los problemas y la vida material.
Si lo descuidas, el amor desaparecerá. Todos tenemos el germen del amor dentro
de nosotros pero ignoramos que hay que cuidarlo, reponerlo y cultivarlo.
Ella lo miraba sorprendida, como asistiendo a una
revelación. Él continuó:
- En esta cabaña encontrarás una fuente inagotable y
eterna de amor. Del que se necesita para vivir la Navidad y también el resto
del año. En este momento vas a cargarte de él y, cuando te sientas plena,
volverás a casa. Pero cada vez que pienses que de nuevo te falta amor, que se ha
agotado el que tenías, vuelves a esta cabaña, que tendrá siempre el fuego
encendido, y te cargas de nuevo.
Ella lo miró en silencio. Una fuente inagotable
del amor...- Se le ocurrían mil preguntas: ¿Como se carga el amor?
¿Cómo siento que me he quedado sin él? ¿Como llego hasta aquí yo sola?
Él adivinaba sus pensamientos y dudas.
- El amor se recupera simplemente dejándote amar y
sintiéndote muy amada, en este caso por mí. Cuanto más te quieran mas te
sentirás capaz de amar por ti misma. Si dejan de amarte, o así lo sientes en tu
interior, tendrás que volver aquí. No vendrás sola; cuando estés como hoy, oirás
que suena el interfono de tu casa y la moto te esperará en la puerta. En ese
momento debes bajar.
Así que ahí estaban las claves del amor y ella había
recibido el milagro de conocerlas. También a quien la llevaría allí cada vez
que lo necesitase. Se sintió plena, completamente distinta a la mujer
melancólica de unas horas antes. Le quedaba saber cómo se cargaba de amor….
Sin saber como seguir, se acurrucó en su regazo y se dejó
abrazar. Estuvieron así un tiempo indefinido sin hablar, en el que ella sentía
su calor y sus caricias suaves pero intensas. Sintió como el amor finalmente llegaba
a su alma a través de su cuerpo. Se abandonó….
Cuando volvió a casa, el mundo y su vida habían cambiado
ante sus ojos. No sólo porque estaba llena de amor, sino porque además sabía
como no quedarse nunca más sin él. Se dispuso a vivir la Navidad, su Navidad.
Para R.A.L.C.
Fernando Manzanares
Diciembre, 2014.