jueves, 25 de junio de 2009

La Cocinera del Rey






Para Albert, el Mayordomo Mayor de su Majestad, la pérdida de calidad de la cocina de palacio había sido el más grave problema durante el último año. Desde que se habían producido las bajas de Mary la Vieja y tras ella la de Sofie como consecuencia de la epidemia de fiebres, la reputación de las cenas reales había caído entre los viejos y nobles invitados.

La finura de la salsa inglesa y lo sublime del chantilly con frutas del bosque, elaboradas en las cocinas de palacio, habían sido en otro tiempo la envidia de los jefes de cocina de las casas reales de todo el continente, sin contar con el punto de asado del roast-beef, que se servía acompañado de una sutil salsa chutney. Nobles de todos los rincones se habían esforzado en ser invitados a las cenas mensuales que organizaba su Serenísima Majestad la reina.

Ahora, el mayordomo creía haber encontrado al fin una nueva cocinera que podría recuperar el prestigio perdido.

- Se dice de ella que es la mejor cocinera del reino, Majestad- decía Albert mientras ayudaba al rey a encajar sus bien lustradas botas.- Se ha formado desde niña en las cocinas de la Casa de York, y su amabilísima excelencia la Duquesa accedería a vuestra petición sólo porque tras el fallecimiento del Señor Duque ha perdido completamente el apetito-

- Aprieta bien esos cordones, Albert, que a veces se sueltan cuando debo correr para el remate del zorro.- contestó el rey, más preocupado con su próxima jornada de caza que de las cocinas de palacio.- Ja, ja, ja la última vez tuve que amenazar de muerte a Sir Lawrence para evitar que su chanza se extendiese a toda la corte, todo porque se encajó mi bota derecha y caí de bruces en el cieno. Tenías que haber visto sus ojos cuando se cortó su risa-.

- Y se dice también de ella- continuó Albert- que sus manos son tan delicadas que podrían acariciar con la suavidad de una pluma, sus inocentes ojos mirar con la profundidad de un niño y su cuerpo moverse con la finura de una gacela-.

- Está bien, Albert, está bien. Le pediré a la reina que escriba a la Duquesa solicitando los servicios de tan maravillosa joya. - El rey se enfundó su chaqueta de caza y salió de su estancia rodeado del secretario, que le iba dando las últimas nuevas sobre la jornada que se avecinaba.

Tras él, Albert salía apresurado a organizar la llegada de la nueva cocinera.

La siguiente cena real fue en la víspera del día de San Jorge, el santo patrón del reino. Había sido siempre la cena más esperada porque a la solemnidad de la fiesta se unía el interés por probar los primeros brotes de espárragos, brócoli, berzas, fresas y cerezas dulces que sus majestades hacían traer de las regiones más meridionales del continente. Abril era además el mejor mes para la caza y la pesca. Por otra parte no en vano coincidía con el día de Júpiter, según la tradición romana la fiesta del vino, que conmemoraban con especial devoción los invitados reales.

Tras los compases musicales de rigor en honor del patrón, la cena comenzó con una sopa de espárragos blancos y brotes verdes de brócoli, aromatizada con unas gotas de oporto seco y virutas de trufa negra, que hizo posible un cruce de miradas de discreta esperanza entre sus majestades, colocadas en ambos extremos de la larga mesa.

De segundo plato fue servido un salmón salvaje de los ríos del norte, horneado y relleno de una salsa suavísima de huevo de faisán y mantequilla, con un leve toque de hinojo y apio. El salmón venía acompañado de una vistosa guarnición de verduras tan tiernas y suaves, que componían una auténtica farsa de espumas de colores. El plato arrancó alguna exclamación de júbilo entre los comensales y nuevamente el Rey y la Reina cruzaron sus miradas, esta vez con una sonrisa.

El último plato principal consistió en lomos de corzo (cazados por el propio Rey) elaborados al fuego suave, levemente caramelizado con confitura de frambuesas salvajes, cuyo tostado y brillante tono exterior se equilibraba perfectamente con un rosáceo corazón en el que se conservaba todo su jugo. El corzo se rodeaba de un festín de frutas de la temporada aromatizadas de tal modo que su exótico perfume se extendió por todo el comedor. Los comentarios fueron subiendo de volumen y el protagonista de la velada pasó a ser el menú. Ninguno de los comensales había disfrutado jamás de delicadezas semejantes.

- ¡A fe mía que jamás probé un corzo con esta finura!- Exclamaba el Conde de Suffolk.

- ¡Y lo sublime del salmón! ¿Acaso se ha probado en todo el reino un manjar tan delicioso como éste?- decía Lady Margaret.

El postre finalmente ofrecía un helado de moras salvajes (las primeras en todo el continente), cubierto de un merengue ligero de té rojo hindú flameado con ron antillano y malta. Una verdadera delicia de los sentidos.

Al final de la cena todas las conversaciones, ya claramente en voz alta, eran de admiración a sus ingredientes y, malévolamente, a lo inesperado de su calidad, dado el ínfimo nivel de las anteriores. En un momento Lord Henry se puso en pié y, emocionado un poco en demasía por los excesos de Júpiter, pidió expresivamente los vítores para las cocinas reales que fueron vivamente seguidos por todos los presentes.

El rey, cuyo rostro evidenciaba los excesos de la cena, tomó la palabra:

- ¡Que San Jorge dé larga vida a nuestra nueva cocinera, cuyas manos nos han hecho visitarlo en el propio Cielo!. Solicito a nuestro mayordomo que la haga pasar al comedor para que podamos agradecerle su menú.- La reina miró con ojos enfurecidos al rey por tan insólita iniciativa, provocada claramente por la riada de Borgoña que había inundado la mesa.

Al cabo de un momento, Albert precedió en el comedor a una figura delgada de estatura no muy baja, su piel sonrosada acentuada por el rubor, que se mantenía erguida, con el pelo dorado tirante atrás cubierto por una toca blanca luminosa e impoluta. Sus finas facciones recordaban los bustos de mármol romano que llenaban el palacio y pareciera que uno de ellos se había materializado en la cara de la cocinera. Sus manos, menudas y finas, se entrelazaban modestamente delante de su regazo.

- ¿Eres tú la autora de la mejor cena que se ha servido en este palacio? ¿Di, cual es tu nombre?- Preguntó repetidamente el rey sin disimular su admiración por la belleza de la mujer.

- Mi padre me hizo llamar Diana, majestad.- Contestó ella con voz firme pero suave, haciendo una leve reverencia.

- Diana, hoy nos has demostrado que tus manos están tocadas por San Jorge. Y en agradecimiento al deleite que nos has traído a esta mesa, puedes pedir aquí delante de toda la corte el presente que mejor se te antoje. ¿Deseas algo que pueda darte? ¿Una casa tal vez?

- Mi trabajo para vos es mi recompensa, majestad.

- Observa el anillo de la reina, está hecho de oro puro y diamantes de muchos quilates y no hay otro igual en el reino, ¿Te gustaría poseerlo?- Insistió el rey, ya claramente embriagado.

La reina intervino fulminantemente para cortar en seco el dialogo.

- Gracias por vuestra exquisita cena, Diana. Seréis recompensada generosamente si seguís preparando estas delicias. Ahora podéis retiraros.

Con una reverencia, la chica abandonó el comedor y todos volvieron a sus conversaciones. El rey por un momento pareció dudar, pero al fin siguió copa en mano departiendo agitadamente sobre los lances de la caza.

Al día siguiente, bien temprano por la mañana, Albert fue avisado por Su Majestad el rey de que debía llevar a la cocinera Diana a su presencia.

- Puedes dejarla a solas conmigo- le ordenó el rey al mayordomo en cuanto cruzaron el umbral de la puerta.

Diana estaba aún más bella que la noche anterior. El rubor de las mejillas había sido sustituido por una rosácea palidez de nácar y terciopelo y los ojos, claros y profundos mirando sin titubeos al frente, descubrían la serena y firme madurez de la chica. Su cuerpo, sin ser menudo, carecía de toda señal de dureza de formas que en ocasiones poseen las mujeres de las aldeas.

- Majestad.....- La voz de la chica sonaba clara, sin temblores, en la que alguien podría haber notado un imperceptible tono desafiante. Ello la hacía aún más deseable.

- Mi querida Diana, ¡A fe mía que Albert tuvo buen tino en conseguir tu venida a palacio! ¿De dónde provienes?

- Mi padre nació en Rouen y mi madre en Canterbury, majestad.

- ¡Normanda! No sabía yo que en tierras tan inhóspitas nacieran ángeles como tú. Ven, acércate.- Diana dudó por un momento y después dio un par de pasos al frente sin bajar la vista.

El rey alargó su brazo derecho y con el dorso de los dedos acarició suavemente la mejilla de la cocinera. Ella no se inmutó, ni sus ojos ni su boca cambiaron la expresión.

- Eres tan bella..., ¿Sabes que menú exquisito me gustaría que cocinases sólo para mí?


- El menú lo escoge diariamente la reina en persona-. Su voz sonaba sin presencia de temblor o duda alguna.- Si su majestad lo desea, puedo sugerirle a ella vuestras preferencias.

- No creo que la reina gustase de participar en este banquete.

-“Verás, deseo un menú en el que su sopa tenga el color de tus mejillas, huela al aroma de tu pelo y en la boca se disfrute la suavidad de tu cuello. Servida a la temperatura de tu cálida piel.

“Tras esta entrada, me servirás un plato delicioso con la tersura de tu espalda y la delicadísima finura de tu pecho, en el que el sabor de su pequeña trufa sonrosada pueda disfrutarse en la boca largo tiempo.

“Como plato principal, desearía que tus caderas me fuesen servidas en bandeja de oro, con el relleno magnífico de tu sublime joya, de tal forma preparado que al contacto con la boca recuerde la espuma de la superficie del mar, la frescura del aire de la montaña y el olor del bosque profundo tras la lluvia.

“Para postre, la alegría de tus ojos y una sonrisa amable de tu boca, que colmarán la mejor cena que jamás soberano alguno pueda disfrutar-.

El color de las mejillas de Diana fue tornándose levemente más encendido y de sus ojos pareció salir un destello fugaz, como un breve relámpago, aunque no se inmutó su semblante. No dijo nada.

El rey continuó:

- Te entregaré ahora el anillo de la reina que te ofrecí, como un anticipo de mi generosidad para contigo. Es mi deseo que lo lleves puesto en el momento de servirme esa ansiada cena.

El rey sacó de un cofrecillo junto a él un hermoso anillo de oro y diamantes, cuyos destellos componían para la vista la más extraordinaria de las armonías. Diana lo reconoció como el que llevaba puesto la reina en durante la cena de la noche anterior. Tomó la mano derecha de la muchacha, que se dejó hacer, y colocó el anillo en su dedo anular.

- Quédatelo y no lo menciones a nadie. Debo viajar a las tierras del norte y cuando esté de vuelta me arreglarás ese exquisito menú-. El rey rozó levemente la cara de la chica con las puntas de sus dedos y se volvió a su real escritorio- Ahora puedes marcharte.

La cocinera, tras un brevísimo instante en el que pareció iba a decir algo, hizo una suave reverencia y se retiró hacia la puerta que cerró tras ella sin dar la espalda al monarca.

El rey se demoró en su viaje. Los belicosos habitantes de las tierras del norte le habían forzado a disputar más de lo debido, primero en los salones y más tarde en el campo de batalla.

Su vuelta coincidió con el solsticio de verano y el reino se preparaba para festejar, como todos los años, el fin de la húmeda primavera y el reinado feliz y duradero del dios sol.

En su aposento, mientras preparaba su ropa, Albert le informaba de la marcha de palacio:

- Su majestad la reina ha organizado un banquete especial para celebrar la vuelta del señor y, por coincidir con la festividad del verano, ha convocado a la corte y a los representantes de los reinos de Francia, España y Flandes. Será mañana por la noche, vísperas de San Juan y habrá tras la cena un espectáculo de bellos fuegos artificiales.

El salón de la cena lucía espléndidamente esa noche. Mil candelabros iluminaban las paredes y rincones destacando la belleza de tapices y cuadros. La luz, al reflejarse en los cubiertos de plata y la cristalería fina dispuestos sobre la mesa, creaba un ambiente de banquete celestial. Las enormes puertas de cristales estaban abiertas de par en par extendiendo el ambiente del suntuoso comedor a los jardines, iluminados por multitud de antorchas que hacían destacar los coloridos parterres de flores. El ambiente era extraordinario y los invitados, el doble en número de otras ocasiones, lucían sus mejores modos, exaltando copa en mano los triunfos de su majestad en el norte y el esperanzador futuro de Europa. La reina estaba especialmente elegante y adornada para la ocasión, luciendo sus joyas más bellas, excepto, y nadie pareció reparar en ello, su anillo de oro y diamantes.

La cena había despertado una singular expectación, pues se había extendido por el reino el extraordinario menú de la víspera de San Jorge. Los comensales, en sus asientos, esperaban ansiosamente el comienzo del festín. A una señal del mayordomo las puertas dieron paso a los camareros de gala que portaban en alto sobre bandejas de plata el primer plato.

La sopa de cuello de cisne era de una suavidad increíble, tibia en la boca, la crema estaba coloreada con esencia de vainilla y canela y se cubría con un rizo de finísimo huevo hilado a modo de cabello de ángel. Despertó la admiración de todos los presentes y se cruzaron miradas de satisfacción y expectación.

El segundo plato presentaba un delicado asado de cervatillo tierno, en el que destacaba su presentación: los lomos y el pecho del animal estaban puestos sobre el plato de tal forma que recordaban el torso de una joven y estaban adornados con una guarnición de trufas rosas del bosque que se remataban con pequeñísimos trozos de fresas salvajes.

Los presentes estaban asombrados y convenían que jamás habían disfrutado de un espectáculo gastronómico semejante.

Como plato principal, los camareros entraron al comedor bandejas de oro repletas de langostas, centollos y bogavantes, preparados en forma de una mousse de su propia carne emulsionada, en espuma delicada, con algas marinas, esencias de setas silvestres y un levísimo toque de hojas de menta. Las corazas y pinzas de los frutos del Mar del Norte estaban dispuestas de tal modo que recordaban las caderas de una mujer y el relleno aparecía en el centro, sobre los centollos, cubierto por una malla de finísimo hilo de caramelo ámbar pálido. Las exclamaciones que se oyeron al degustar este plato subieron de tono y las caras eran de absoluta incredulidad.

- Lo mejor será la sorpresa que nos tienen preparada para el postre. Se dice que la cocinera quiere homenajear al Rey en la fiesta de San Juan, agradecida por sus muchas atenciones.- Comentó alguien. El murmullo se fue extendiendo y todos, ya sobradamente satisfechos por la comida, esperaban con desbocada ansia el postre misterioso.

La entrada del último plato fue anunciada con un acorde real. Se hizo el silencio.

Una gran bandeja entró en el comedor conteniendo un inmenso pastel en forma de corona. Sus relieves estaban rematados por hileras de plateadas perlas de azúcar. Su superficie interior era de color nácar y rosa y sobre ella resbalaban pequeñas gotas de almíbar a modo de lágrimas, que acababan formando un jugoso fondo en el plato. Fue servido con exquisito cuidado y el trozo más especial fue reservado a la reina por instrucciones expresas de la cocinera. Su majestad se sintió satisfecha cuando comenzó a degustar el postre. Algo le decía que el menú había sido distinto del que ella misma ordenó, pero ver a sus invitados tan felices le hizo olvidarlo.

Cuando todos se preguntaban de qué delicioso ingrediente estaba preparado aquél sublime pastel, con sabor a ángeles del cielo, la reina se puso súbitamente en pié soltando una exclamación:

- ¡Oh, mi Dios!, ¿Qué es esto?

En ese instante se extrajo de la boca algo que, mezclado con el dulce, parecía una joya grande y bella, que la reina al punto reconoció como su anillo perdido.

Cuando aún no se había repuesto de su incrédula sorpresa descubrió en el fondo de su plato, cubierto del trozo de su dulce corona, un pequeño papel que, sin comprender del todo bien, la reina leyó en voz alta delante de todos:


“Mis manos fueron diseñadas por Dios para llenar de placer los paladares de nobles y poderosos y a ello me entregaré con devoción el resto de mi vida, pues los dones del Creador deben ser utilizados según fueron concebidos por Su divino criterio. Pero mi alma nació para ser disfrutada por un corazón sencillo que me despierte con una sonrisa cada mañana, me roce con una caricia al atardecer y me regale un suave beso antes de dormir. Mis creaciones más deseadas las reservo para un fiel y leal compañero que compartiendo toda mi vida me regalará la joya de su amor. Dios salve a los reyes.

Vuestra humilde cocinera

Diana”.


Cuando la reina, enfurecida, envió a buscar a la cocinera, fue informada de que acababa de partir con rumbo desconocido a lomos de un brioso caballo.

Mientras, un paraíso de luces y estrellas de maravillosos colores adornaba el cielo en torno a palacio ocultando, con sus atronadoras explosiones, el creciente volumen de los murmullos del salón.

1 comentario:

  1. Hermoso cuento, tiene muchas virtudes linguisticas pero mas que eso tiene la mayor virtud de todas... logra que uno desee estar ahi, vivencie las sensaciones y anhele disfrutar cada bocado del angel enviado a ese palacio.
    me encanta!

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